Por Miguel Bonasso
La muerte de Susana Viau pone en duda mi añejo ateísmo: resulta inconcebible pensar que sus frases punzantes que ocultaban su ternura, la energía sobrehumana con la que llegó –trabajando- hasta pocas horas antes del final, se diluyan en la nada. Me lo digo y pienso, absurdamente, en su yo empírico, en La Negra, La Petisa como tal. Con sus inesperadas carcajadas de asombro ante un dato filoso que le gustaba. Con sus confesiones puntuales, pudorosas sobre el enemigo que tenía adentro desde hace más de ocho años. Ese enemigo que parecía controlado por el coraje de Susana y se desbocó y la mató, justo un 24 de marzo. Para que coincidiera el cáncer personal con el cáncer histórico.
Tenía 68 años, pero tenía muchos más. Como tantos de nosotros había visto caer a los mejores compañeros en edad temprana. A los treinta años ya estaba colmada de fantasmas entrañables, como una abuela de ochenta.
Yo la conocí antes de la tempestad, al comenzar los setenta, en La Opinión de Jacobo Timerman. Era una ardilla hiperkinética y troska que más de una vez polemizó con nosotros, los peronistas del Bloque de Prensa. La recuerdo discutiendo con la sombra grande de Rodolfo Walsh por una de esas cuestiones tácticas que nos llevaban horas de pasión y saliva. Y sé que Rodolfo hubiera podido decir de ella, lo que Lenin dijo cuando murió Rosa Luxemburgo: “Teníamos diferencias y las discutimos pero era un águila, no un ave de corral ”.
Venía de trabajar en el semanario Panorama donde se había consolidado por dos virtudes que la hicieron grande en el oficio: la capacidad de investigar y una prosa fina, filosa, alimentada por miles de lecturas.
Paralelamente militaba en el PRT, escribía en Nuevo Hombre y se perfilaba para los servicios de inteligencia como una peligrosa “ideóloga”.
En aquel decisivo 1973, dio un paso franco hacia el periodismo militante y se sumó a las filas de El Mundo, el diario del PRT-ERP, que dirigía Manuel Gaggero y que fue clausurado con lujo de violencia por el lopezreguismo en ascenso.
Allí conoció al compañero de su vida, Enrique Pacheco, un yoruga perseguido por la dictadura del Uruguay, que laboraba, el rostro adusto y el corazón tierno, en la seguridad del explosivo periódico.
Tras la clausura de El Mundo, regresó a la prensa profesional, que también estaba traspasada de militancia y pronto quedó a merced de la persecución, cuando los escuadrones de la muerte se llevaron al director de El Cronista Comercial, Rafael Perrota, un hombre del establishment que se había volcado a la causa revolucionaria.
Vino un período oscuro de clandestinidad y allanamientos, entre los gritos soterrados del 76, encerrados con el pequeño hijo Enrique en un monoambiente de la hermana Mónica Viau. Allí Susana fatigaba una IBM 82, de las de bolita, apoyada sobre una tabla en el bidet, con ella sentada en el inodoro.
Luego vinieron los largos años del exilio en Madrid, donde hubo que aprender los más duros oficios terrestres y convertirse en buhoneros para vender “biyuta” cerca del Rastro. Allí nació María, la segunda hija y allí vivieron, como vivimos todos, sin colgar las cortinas, la mirada puesta en el Buenos Aires congelado de la nostalgia.
Hasta que un buen día, enamorado de su prosa, cayó por su departamento cercano al Retiro, Jorge Lanata y la reclutó para Página/12.
Allí la reencontré, a fines de los noventa, escribiendo como toda la generación: el ceño fruncido, el pucho en la boca y una mueca de contrariedad por el remate que no se deja atrapar.
De Página nos fuimos ambos para Crítica, diario fugaz y malogrado, donde igual pudo imponer su prosa de lujo, su solidaridad siempre disponible y una desconfianza existencial frente a todas las patronales del mundo. Incluyendo, claro, las supuestamente izquierdistas.
Cuando la vi como columnista en Clarín me alegré, porque le habían dado el espacio dominical que merecía. Seres bajos del lupanar político, como Aníbal Fernández, la quisieron etiquetar como “periodista insignia de la furia del multimedio”, ignorando que La Negra de haber tenido motivo no hubiera vacilado en mentarle la madre al propio Magnetto. Porque no era alcahueta de nadie, como Dante Palma, uno de los mercenarios de la infumable 678, que escribió mientras ella agonizaba: “Un domingo sin Susana Viau no es un domingo”.
Peor aún, la necrológica escueta y burocrática de Página/12, que remeda la prosa inodora del último Pravda, quiso también condenarla al olvido.
Pero estás más allá, Negra: en el balance final que cierra el contador implacable. El mismo que certifica tu genio y tu decencia, atravesando la noche de esta Argentina mediocre y agachada.
Miguel Bonasso. Buenos Aires, 25 de marzo de 2013.
Fuente: http://www.clarin.com/politica/recuerdo-Negra-Viau_0_889711070.html
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