Por Miguel
Bonasso, 18 de mayo de 2013.
La muerte del
mayor genocida de la historia argentina no podía estar ausente de este espacio
personal. Al cabo, gran parte de mi existencia estuvo destinada a combatirlo,
denunciarlo y exigir justicia para sus víctimas. Desde la clandestinidad y
desde la legalidad democrática. Juré como diputado nacional por “la memoria de
los treinta mil desaparecidos”.
Tanto se ha
escrito y dicho en estos días sobre su siniestra trayectoria, que no aportaría
demasiado una nueva semblanza de un asesino serial convicto y confeso.
Prefiero, en cambio, recordar lo que publiqué como primicia en junio de 1998, en el diario Página/12, donde revelé que diez años antes de imponer “la desaparición forzada de personas”, Jorge Rafael Videla y su esposa Alicia Raquel Hartridge de Videla, internaron a su hijo Alejandro Videla –diagnosticado como “oligofrénico profundo y epiléptico”- en la tenebrosa Colonia Montes de Oca, donde murió muy joven.
Como contrapartida, el suboficial retirado Santiago Sabino Cañas, que había cuidado al muchacho en la Colonia no pudo conmover al dictador para que este salvara la vida de su hija Angélica, de 20 años, “desaparecida” por “subversiva”.
¿Qué compasión
podía esperar el suboficial, si Videla había mantenido un secreto absoluto
sobre ese hijo al que hizo desaparecer?