Por Miguel Bonasso. Buenos Aires, 5 de abril de 2013.
La furia popular
trasciende las internas del oficialismo y las broncas con gobernantes
opositores: en La Plata los inundados putearon ecuménicamente a la Presidenta
Cristina Fernández de Kirchner, a su cuñada, la ministra Alicia Kirchner y al
gobernador bonaerense Daniel Scioli. En la ciudad de Buenos Aires, el viajero
Mauricio Macri y sus aláteres del PRO también cosecharon el odio de
los vecinos. Odio popular contra la clase política más que justificado: seis
muertos en la CABA, dos en el Gran Buenos Aires y 51 en La Plata. (Aunque
algunas fuentes sostienen que hubo más de 100 víctimas fatales que se estarían
escamoteando porque entre ellas habría niños y aún bebés).
Incluso si fueran 51 (curiosamente la
misma cifra que la masacre de Once) ya sería una de las peores tragedias
“naturales” sufridas por los platenses. Pero ¿es natural? ¿es meramente climática,
como dijo Mauricio Macri mientras defendía su derecho a vacacionar en
Brasil?
Sólo alguien con muy mala fe podría
negar la incidencia en estos eventos -cada vez más frecuentes y catastróficos- del
cambio climático, que al cabo no es “natural” sino “ambiental”, es decir
producto de un sistema que se llama capitalismo. El desplome de 400 milímetros
de agua en apenas cuatro horas, (que bate todos los récords históricos), parece
inscribirse claramente en esta aterradora fenomenología que supimos conseguir.
Pero los políticos aludidos y otros aún
más cínicos o cobardes, como el alcalde de La Plata Pablo Bruera, no fueron
interpelados por una situación meteorológica global, sino por su negligencia
criminal ante los desafíos concretos del territorio que deben administrar y su
insensibilidad mineral ante el sufrimiento de sus conciudadanos.
Sus dichos los desnudan: “Hay algunos
que no son vecinos sino agitadores y violentos que no quieren ayuda”, dijo
Alicia Kirchner con el lenguaje policial que se le pegó de sus tiempos como
funcionaria de la dictadura militar.
“La lluvia no es radical ni peronista,
es lluvia”, sermoneó su cuñada la Presidenta a los vecinos de Tolosa (su barrio
natal en La Plata) cuando se quejaban porque nadie los había ayudado en las
horas del terror, cuando eran arrastrados por la correntada o morían ahogados
dentro de sus coches y sus casas.
Mientras los ciudadanos enterraban a
sus muertos y se despedían de lo que tanto les había costado, los dirigentes
políticos jugaban al Gran Bonete, repartiéndose las culpas. Según Macri, las
obras en los arroyos Vega y Medrano no se han ejecutado todavía porque la
administración nacional no le otorgó al gobierno metropolitano los avales
necesarios para obtener financiación externa; según los voceros oficialistas
porque el alcalde porteño es un vago y priorizó otras obras como el Metrobus.
Una polémica estéril, entre ellos, que no les va a servir para ocultar ante la
sociedad civil lo que desnudaron estas inundaciones: la ausencia total del
estado y el desastre como consecuencia inevitable de la falta de planificación.
Tanto Buenos Aires como La Plata son ciudades que se desarrollaron a partir de
las fuerzas ciegas del mercado, con la renta inmobiliaria como patrón para la
ocupación del espacio urbano, con el cemento suprimiendo espacios verdes que
filtraban el agua. La codicia inmobiliaria alza sus torres gigantescas, sin
importarle que sus enormes cimientos opongan barreras subterráneas al drenaje.
La miseria, la marginalidad, los
negocios sucios, convierten la ciudad capital en un basurero que recuerda las
páginas más sórdidas de Víctor Hugo, con esas bolsas negras “de consorcio” que
taponan las coladeras y flotan después, junto a los autos, en esos rápidos
temibles en que se han convertido aquellas calles que Borges prefería enternecidas
de sombra.
Y esto ha ocurrido y sigue ocurriendo a
pesar de las advertencias de expertos y académicos.
El intendente de La Plata, Pablo
Bruera, no sólo es culpable de haber mentido en el tweet diciendo que estaba
junto a los inundados, cuando se asoleaba en Brasil (de donde regresó recién el
miércoles 3 de abril por la mañana), sino también de haberse pasado por la
entrepierna un informe del Departamento de Hidráulica de la Facultad de
Ingeniería de la Universidad de La Plata que, en 2007, cuando el alcalde asumía
sus funciones, le advirtió que había problemas de desagüe en la cuenca del
arroyo El Gato. Precisamente el arroyo que atraviesa San Carlos, Ringuelet y
Tolosa, los barrios más castigados por la última inundación.
Según un imprescindible trabajo del
Centro Cultural Alejandro Olmos, “en los últimos diez años la construcción
creció como nunca antes en La Plata” (…)
Los números que maneja el Colegio de Arquitectos de La Plata son elocuentes:
tras la parálisis de 2001, entre 2003 y 2008 se construyeron 800 mil metros
cuadrados. Y esa misma cifra se levantó en los últimos dos años”.
A la ausencia del estado en la
planificación urbana hay que sumarle la total incapacidad para prever
catástrofes y hacerles frente cuando se presentan. La queja generalizada de los
ciudadanos –tanto en Buenos Aires como en La Plata- fue la inexistencia de una
verdadera Defensa Civil que evacuara a los vecinos en peligro o los auxiliara
de manera rápida y eficaz cuando todas las previsiones resultaron desbordadas.
“Nos dejaron solos” fue la queja más
escuchada. Un grito de terror en la noche del miércoles, que sólo fue percibido
muchas horas después, cuando algunos funcionarios se acercaron a las víctimas y
se sorprendieron por las puteadas.
Los dirigentes políticos argentinos son
–salvo escasas y honrosas excepciones- tan soberbios como ignorantes. Por esa
razón, es poco probable que reflexionen sobre el efecto profundo y deletéreo
que suelen tener las calamidades “naturales” sobre los procesos sociales y
políticos. Es poco probable que
sepan, por ejemplo, que el terremoto de Nicaragua en 1972, acrecentó de manera
decisiva la furia popular en contra de la dictadura de Anastasio Somoza,
favoreciendo el triunfo sandinista, que ocurrió apenas siete años después.
Tampoco deben haber meditado sobre el
revulsivo que significó el gran temblor de 1985 en la sociedad mexicana. La
ausencia del estado, la participación siniestra de los propios efectivos
policiales en actos de saqueo (en los barrios más pobres) y la consecuente
organización solidaria de los propios vecinos, llevó –en apenas tres años- a la
derrota electoral del PRI (Partido Revolucionario Institucional) el partido
único que gobernaba desde 1929. Esa derrota fue ocultada con una supuesta
“caída del sistema” electoral y ascendió al poder de forma espuria Carlos
Salinas de Gortari. Pero el pueblo mexicano sabía la verdad: en realidad había
ganado un nuevo líder popular, Cuauhtemoc Cárdenas, hijo del legendario
presidente Lázaro Cárdenas.
A pesar del fraude, la hegemonía
priista estaba resquebrajada y en el 2000 tuvieron que dejar la Presidencia que
habían ocupado durante setenta años.
Es verdad que se trata de distintas
realidades nacionales, de distintas culturas políticas y de diferencias enormes
entre catástrofe y catástrofe, ya que el sismo mexicano del 85 produjo miles de
muertos, pero no cabe duda que la inoperancia estatal frente a la trágica
inundación ha colocado a la clase política argentina en la mira de la sociedad
civil.
Seguramente la inmensa mayoría de los
ciudadanos ignora que en la década 2003-2013, los esposos Néstor y Cristina
Kirchner, dispusieron de una caja gigantesca de 500 mil millones de dólares,
que hubieran podido servir para reindustrializar el país y reconstruir y
ampliar una infraestructura decimonónica y prefirieron –en cambio- alimentar una
política asistencialista. Visible, como las remeras de La Cámpora, pero
superficial y de corto plazo.
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http://bonasso-elmal.blogspot.com
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