__¿Sabes porqué no me quiero hacer amigo de ustedes? Porque luego los matan.
Me confesó Gabriel García Márquez en
una mesa del Sanborns de Manacar, un
restauran plástico de la cadena de drugstores del todavía desconocido Carlos
Slim. México era entonces, como el Paris de preguerra, el lugar de encuentro de
la intelectualidad desterrada y la retaguardia de todas las guerrillas.
Habrá sido en marzo o abril del 78, en
aquellos meses febriles que precedieron al Mundial de Fútbol, cuando algunos
exiliados trabajábamos duro para que la opinión pública internacional conociera
las atrocidades que se perpetraban a pocas cuadras de la cancha de River.
Yo había heredado el contacto con García
Márquez de Martín Gras, el Chacho de “Recuerdo de la muerte”, que a fines de
los setenta era secretario de relaciones latinoamericanas del movimiento
montonero. La frase de Gabo aludía a la caída de Gras, en enero de 1977. Los
dos ignorábamos en aquel momento que el prisionero estaba vivo y sería liberado
en 1979 con otros integrantes del “Staff”; el grupo de 60 “chupados” reducidos
a la esclavitud, que el Almirante Cero, llamaba cínicamente “mis asesores por
izquierda”.
Años luz antes de la tragedia, en los
vitales sesenta, yo había devorado “Cien años de soledad”, en aquella edición
inaugural de Sudamericana y coincidía fanáticamente con los escritores y
críticos que lo habían ungido como el Cervantes moderno. Andando el tiempo
descubriría que por su perpetua ironía, su sensualidad y su pasión para
esconderse tras los cortinados de Palacio y así escuchar los secretos de los
poderosos, estaba más cerca de mi admirado Francisco de Quevedo y Villegas: poeta
y espía.
Nació entonces una relación amistosa que
se prolongó más de tres décadas, durante las cuales nos vimos poco, pero
siempre con mucho gusto y más de una vez en circunstancias decisivas.
Una noche me citó para conspirar en su
casa colonial del Pedregal, exactamente Fuego 144, donde increíblemente se
murió este jueves. Yo era corresponsal de “Semana de Bogotá” y a él le
interesaba filtrarme algún dato sabroso. Además del tema específico de la
conspiración, hablamos de la compulsión del escritor y de la rabia especial que la muerte nos
produce a los periodistas.
__Mira. __Me dijo.__Lo que más me jode
de mi propia muerte es que no voy a poder cubrirla.
Otra vez lo fui a ver al Pedregal para pedirle su apoyo en una campaña
por los derechos humanos. El había creado su propia organización “Habeas” para
ayudar a los miles de perseguidos que producía aquel tiempo de dictaduras
militares. Pero más de un imbécil, alguno con bandera argentina, lo criticaba. Le
pregunté si planeaba regresar pronto a su país. Me miró enarcando las pobladas
cejas:
__¿Para qué? ¿Estás loco? Si piso
Bogotá, hasta Germán Arciniegas arma un comando para liquidarme.
Me reí de buena gana, imaginando al
octogenario autor de “Entre la libertad y el miedo” empuñando una metralleta.
Otra vez me citó en el inevitable
Sanborns y me hizo una confidencia muy
delicada.
__ No se lo cuentes a
nadie._Susurró.__Pero me vi con Massera…Me tuve que ver con él. Imagínate el
asco.
Se lo había pedido el líder panameño
Omar Torrijos, que pretendía saber algo del periodista argentino Luis Guagnini,
secuestrado por el Ejército. Luego de evadir ese tema puntual, “Cero” se había
jactado de sus amores con una colega
argentina, como para establecer un territorio común.
Gabo se agarró el puño, contrito, miró
el techo y me dijo en voz baja:
__Y todavía no sabes lo peor…
__ …
__ Había traído un ejemplar de “Cien
años” y me obligó a dedicárselo.
La ESMA fue un tema recurrente en
nuestras conversaciones. Por muchas razones. Gabo había escrito sobre Rodolfo
Walsh, a quien admiraba y había conocido en la fundación de la agencia cubana
Prensa Latina, pero no sabía que el Grupo de Tareas 33/2 de la Escuela de Mecánica de la Armada había asesinado a Rodolfo al intentar secuestrarlo.
En su magnífico artículo sobre “El escritor que se adelantó a la CIA” lo daba por desaparecido.
En su magnífico artículo sobre “El escritor que se adelantó a la CIA” lo daba por desaparecido.
Cuando Jaime Dri se escapó de la ESMA,
le propuse contar su historia. Dudó. Tenía otros planes o le parecía un
territorio desconocido.
__Chico: habría que hacer una película
con eso.__Me contrapropuso. Y hasta sugirió que el director podía ser el italiano
Francesco Rosi, que hizo joyas fílmicas de la no ficción como “Salvatore
Giuliano” . Lamentablemente no pasó nada por ese lado. Tres años más tarde, le
propuse a Dri escribir lo que al cabo sería “Recuerdo de la muerte”.
Hoy, como suele ocurrir cuando alguien
grande muere, todo son alabanzas. Incluso Mario Vargas Llosa, que lo llamó
“bufón de Fidel Castro” y hasta le pegó un puñetazo en la cara, ha llenado los
cables de hipérboles admirativas.
Amaba a México y México lo amaba a él,
aunque –como suele ocurrir- no faltó algún envidioso (en la estricta intimidad)
que pintara a Gabo como un egoísta y un pavo real. A mí me consta personalmente
todo lo contrario: su pronta solidaridad.
En enero de 1988, cuando algunos
sufríamos la persecución judicial heredada
de la dictadura y no podíamos regresar a la Argentina, tres jueces de la Cámara
Federal le otorgaron a Juan Gelman –otro grande que murió recientemente en
México- la “eximición de prisión”. O sea, podía viajar a Buenos Aires y
presentarse a declarar sin quedar detenido. Mi abogado, el “Negro” Oscar
Giúdice Bravo, me llamó urgente de Buenos Aires para proponerme que me buscara
algún padrino internacional y le escribiera a los jueces de la Cámara Federal
que le habían otorgado el beneficio a Gelman, para que hicieran otro tanto
conmigo.
Se lo pedí a Gabo, tras pasar el filtro
telefónico de Mercedes Barcha, su compañera durante más de medio siglo.
__Me vas a meter en líos con
Alfonsín.__Dijo con voz traviesa y supe que lo haría.
A la semana me llamó:
__Parió la chiva. Ven a buscarlo.
La carta era una maravilla y se lo
dije.
__No creas.__Dijo, poniéndose en
mexicano.__Escribir estas chingaderas es más difícil que hacer una novela.
Unos días más tarde, cuando estaba por
regresar a Buenos Aires, coincidimos en casa de un amigo chileno. Hortensia
Bussi de Allende, la fraterna Tencha, le dijo a Gabo, señalándome:
__Tendrías que acompañarlo a Buenos
Aires.
__¡Estás loca! __Gritó el Premio
Nobel.__Quieres que me maten. Yo con este hombre no viajo.
Dos meses después regresé a México y
volví a encontrarme con Gabo en una
cena. Me observó con una mueca de disgusto. Parecía realmente enojado.
__No sabes la que me hiciste con esa
carta de recomendación.
Lo miré sin saber de qué debía
disculparme.
__Uno de tus jueces me mandó los
originales de su primera novela.
Por tu culpa me tuve
que mamar 400 páginas.
Miguel Bonasso
Miguel Bonasso
Buenos Aires, domingo 20 de abril de 2014.